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Beorlegui: del damasquinado al jápening

07/01/2008
Artículo publicado por Rafael Castellano sobre la obra de Fernando Beorlegui en diciembre de 2003, con motivo de una exposición del pintor en la Kultu de Eibar.

Fue un alivio que la “Kultur” de Eibar, como se conoce popularmente la “Arrate Kultur Elkartea” (“Centro Cultural Arrate”), nido desde su apertura de revoluciones y utopías factibles, volviese a las andadas y andanadas merced al finísimo y melodramático pincel de Fernando Beorlegui Beguiristain, navarro nacido en 1928 en Campanas, a un paso de Iruña-Pamplona; pero irremediablemente eibarrés desde su boda con una aborigen de la Ciudad Armera. En el obligado exilio al Madrid de cuando la Escuela de Vallecas, fue alumno de Ciga Echandi y de Eduardo Chicharro, que le transmitió el temperamento del artista integral, tanto en las actitudes sociales como ante el caballete; pero anteponiendo siempre el conocimiento perfecto, francmasónico, de los utensilios del artista. En su estudio ocupado por fetiches de alambre, recipientes, botellas de color incierto, paletas, aromas de aguarrás y cachivaches de vudú occidental, un diván fernandino y demás trastos pinta Beorlegui, como desafío de dandi, con camisa blanca y pantalón con raya. Y no se mancha. Nada de sotanas grises de chapucero.


Kalejira (1987)

Es personaje muy respetado en los círculos de la ciudad del metal. Ciudad que madrugó para proclamar la República en 1931 izando la tricolor unas horas antes de hacerlo el resto de España. El eibarrismo aún se ejerce. Tiene un toque de territorio liminal entre Guipúzcoa y Bizkaia y conserva su impronta magnánima (“a éste no le cobres, eh, que es forastero”) de izquierda patronal en mínimos talleres subsidiarios, de obrerada mecánica y culta y de chic radical nacido de la microfusión de níquel y castas que no faltó en la inauguración de la última exposición de Beorlegui, aguardada con contenida impaciencia por sus incondicionales y sus discípulos de grabado, cerámica y óleo. Querían admirar de nuevo a este maestro que sigue practicando la témpera y el fresco con pigmentos propios. No sin antes preparar el lienzo con cola de conejo diluida y blanco de España (un día nos reímos mucho al litigar si dicho producto debería en adelante llamarse blanco del Estado español), amén de otras alquimias que no revela. El pelo del pincel, de marta. También utiliza la clara de huevo.

Pordioseros de la guerra

Este esteta es como una apacible caja de truenos que muchas veces se malinterpretan. Se trata lo suyo, en definitiva, de una materialización sublimada y a ratos sulfúrica que brota espontánea en estampas retrospectivas de una generación atónita y bombardeada en todas sus aldeas. “No son muertos, los de mis comparsas y charangas, es el recuerdo difuso que se tiene de lo que en la infancia más te conmueve. Lo que pasa es que en un pueblo como el mío, donde no había nada extraordinario, la llegada de los músicos ambulantes para mí y para toda la chavalería era todo un acontecimiento, rompía la monotonía consuetudinaria” En cuanto a sus uniformes vacíos o revistiendo a personajes de ensueño -no de pesadilla- también proceden de la tierna memoria infantil. No son intentos de caricatura, agravio o desahogo: “No, yo tengo bien claro, que si pintas sobre toros contra el toreo, no dejas de promocionar toros y toreros, y en mis aguafuertes de ‘tauromagias’ no ataco, sino que represento un festejo popular cuyas nomenclaturas de entendido son surrealistas: los monosabios, la muleta, los maletillas, el puyazo, los garapullos...”. Lo dice con un candor que desarma. “Los uniformes son una imagen que se me quedó grabada y luego he trasladado al cuadro; en Campanas mi padre tenía una fábrica de vinos y a la casa venían a pedir los mendigos. Una vez vi a uno de estos pordioseros vestido de coronel, y la explicación estaba bien clara: había desenterrado a un muerto en un campo de batalla para procurarse ropa”.


Autorretrato en el bosque (1989)

Gárgolas de carne y hueso

Es todo un mundo especular, algo convexo, rozando a veces el cómic de lujo en soporte de bastidor, muy trabajado con artesanía de fondo y poemática de signo. Sólo cabe una palabra, ante Beorlegui y los que le miran a través de sus lienzos: desconcierto. Esta serie va de esferas y malabaristas, además de escenas de frontones o de taberna y, ocupando toda una pared de la sala de exposiciones “Topaleku”, de la “Kultur”, los días paganos de la semana: lunes-Luna, martes-Marte, miércoles-Mercurio, y así hasta domingo, día del Sol. Todo ello en óleos esotéricos, a modo de trabajadísimos tarots y simbología ingenuista. Los resultados son ácratas en el sentido radical de la palabra. Proceden de un trabajo incansable de horas y horas en el taller, nicho rodeado de avisperos humanos y minirrascacielos al que los facultativos le han vuelto a dar permiso de regresar tras el último arrechucho cardiaco. Es un estudio sin teléfono, al que cada día sube a pie: Eibar, encajado en un desfiladero, sólo pudo crecer hacia arriba.

La consecuencia de la tenacidad creativa de Fernando es un arte meticulosamente realizado, perdurable y, en suma, buen género. “Son como de iglesia”, resume el significante global de sus obras con multitudes de gárgolas de carne, hueso, sudor, vinazo y cotidianeidad.

Está vivo, Beorlegui, porque nunca se cabrea, porque no utiliza el ingrediente perverso de la adrenalina. El marchamo de esteta integral que, ya dijimos, le fue imbuido por Eduardo Chicharro, no está ausente del ‘vernissage’, y los comentaristas de arte y los críticos como el que suscribe pillan la hoja impresa en multicopia, puro ‘póvero’, con tres o cuatro viñetas de publicidad de esponsorización y el breve pero contundente texto que sigue.


Amuriza (1985)

Un contracatálogo

“Catálogo.- Cuando entramos en una sala de exposiciones, en una galería o en un museo, vamos rápidamente a buscar un catálogo que nos explique y nos aclare aquello que suponemos no vamos a saber interpretar. Tal catálogo trata de explicarnos toda la serie de particularidades que al escritor le hayan sugerido los cuadros. Por desgracia, en algunos casos, el autor de algunos escritos trata de marearnos empleando términos incomprensibles, creándonos una mayor confusión. Créame, lector de estos párrafos, que el cuadro, escultura o lo que sea, es mejor leerlo directamente sin otro tipo de lecturas. Leer el cuadro, leer la escultura, leer el grabado. Después habrá que leer los catálogos, las críticas y lo que digan los demás - Fernando Beorlegui”. Ni que decir tiene que cuando Leopoldo María Panero vino a vivir a la finca de Santa Águeda (uno de los manicomios de Euskal Herria, en Arrasate), Beorlegui le buscó. Anhela el contacto, Fernando, con el informalismo natural humano. No sólo eso, sino que se valió de su autoridad moral en la concejalía de Cultura del consistorio eibarrés para organizarle una conferencia al poeta. El lugar, preeminente: la sala de plenos del Ayuntamiento. Como todo orador público sabe, las charlas planificadas a la hora sacramental del chiquiteo y los pinchos suelen contar con un auditorio más bien escaso. Pero lo de Panero ya había trascendido al vulgo, que ansiaba más por morbo cultural que por cultura edificante ver predicar a un loco (oficial). Me llamaron para presentar la charla y no daba crédito a mis ojos. Jamás acontecimiento alguno, creo que ni siquiera la proclamación de la República y despliegue morado, amarillo y rojo en el asta de la balconada, congregaba a tanto personal. Hasta los topes. Y el pasillo, bloqueado. Dio comienzo Leopoldo María a su pregón, y no se escuchaban ni toses. La movida tuvo lugar a la hora de los ruegos y preguntas. Testigo estatuario de aquel tumulto, les juro que no se discernía a veces quien debía regresar al frenopático al cerrarse el acto, si Panero o el respetable que había acudido como a un circo.

Los discípulos

Cuando a Beorlegui le dio el primer ataque al corazón y entró en convalecencia, pidió un cuaderno y lápices y los médicos se estremecían al ver aquellos bocetos de esqueletos y muertos en velocípedos, o acodados en un bar, o carátulas que no son fruto de un macabrismo malsano (aunque sea un ‘fan’ de Goya) sino, en gran formato, álbumes de episodios psicoanalíticos, como trata tantas veces, en vano, de explicar. En “Topaleku”, palabra que significa en vasco “Lugar de encuentros”, la galería de exposiciones de “Arrate Kultur Elkartea”, se veía a los incondicionales, a los discípulos, como el muy emergente escultor y aguafuertista Baroja-Collet, la ceramista escultural Esther Galarza, o el grabador y diseñador de joyas Periko Azpiazu, que grabó en plancha de cobre enorme y sin saber inglés un facsímil de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Los que sepan algo de aguafuertes repararán en la dificultad de caligrafiar un texto al revés, para que la plancha entintada imprima del derecho. Un marchante que ejerce en los EUA se llevó unos cuantos ejemplares de la tirada y vendió bastantes. Para pasmo de Azpiazu uno de los clientes se llamaba Bush. George Bush. El padre.

Aguafuertes en “IX Estampa 2003”

Gracias a Beorlegui, que cumple 75 años, casi todos ellos empeñados en la pintura y el grabado, y no es alabanza baldía, el arte gráfico que se hace en Euskal Herria tiene ilustres embajadores en el Stand C-7 del Salón Internacional del Grabado y Ediciones del Arte Contemporáneo “Estampa 2003” que este año se celebra del 26 al 30 de noviembre (con el eslogan habitual “arte contemporáneo al alcance de todos”) en el Recinto Ferial de la Casa de Campo de Madrid, Pabellón de Cristal. El embrión de muchos de ellos se desarrolló en Eibar. No estará Beorlegui, pero sí su sello generacional impreso en Baroja-Collet, Koldobika Jáuregui, Marijose Recalde. Si la “Kultur” reaviva el tizón del arte contestatario, pero bien hecho, es que nos hallamos de nuevo en la transición-límite (de Franco a los Borbones). Como cuando Oteiza vino a reclutar profesores para su Escuela Experimental de Deba, donde Beorlegui intentó enseñar, “pero no había manera, allí en vez de pintar, grabar y fundir, se discutía. Oteiza hablaba muchísimo y se cabreaba con algunos discípulos torpes y les llamaba, cuando no le quedaban adjetivos, hijos de alcohólico”. Regresó Fernando, pues, a Eibar. Y se agregó a la “Kultur Arrate” y su “Topaleku”, logia que recuerda al “Laboratorio” madrileño de La Latina en Euskadi.

Diseño y jápening

Aquí me aflora el recuerdo de cómo una noche memorable, en la que este que firma mantenía un desbarajustado coloquio acerca de la entropía política y la implosión como veneno proletario en la abarrotada sala de la actos, se me ocurrió decir en un momento dado que “bueno, se puede decir que vosotros funcionáis como una ciudad”. Bronca y abucheo: “En Eibar SOMOS una ciudad”. Eran masas surgidas de un díptico de Beorlegui. Me exorcizaban esos rostros nictálopes nacidos entre el bosque y la uralita, entre la autovía y la charanga, entre la tauromaquia y la fundición de mobiletes, entre el diseño de la pistola Llama y las escopetas de caza con filigrana de oro embutido en acero en culata y guardamonte. Éstas, para regalar a los sultanes y visires durante sus visitas diplomáticas. De nuevo supe que esos uniformes vacíos que cabalgan hacia el planetario inasible a lomos de jamelgos de pelo coriaz tienen una significación más existencial, autobiográfica, que lo que de primeras sugieren. Como todo el arte eibartarra que en 1968 confluyó en el grupo rupturista “Gorutz” (en euskera, hacia arriba), Beorlegui procede del diseño industrial, desde máquinas de coser hasta cascos de albañil pasando por manillares de bicicleta. Ha sido maestro para muchos grabadores surgidos de la artesanía manual del damasquinado y de la Escuela de Armería. El subgrupo derivado de puntaseca, grabado calcográfico y aguafuerte se llamó “Azido Taldea” (Equipo Ácido) e hizo época y cosecha de talentos, y es el que hoy se hace accesible en el “IX Estampa” de Madrid.

Lo cierto es que las fantasmagorías de Beorlegui, quizá demasiado realistas, se evaden por el terreno de lo onírico hacia una plástica de raíz emocional. El patriarca sigue siendo Paulino Larrañaga, en cuyas cheslón de estudio posaron en plan odalisca todas las esposas de metalúrgicos de la comarca. En cuanto a Beorlegui, diverge, se abstrae, no se incluye aunque se comprometa con todo cuanto en Eibar fermenta. No todo va a ser, en un País Vasco de indudable genio e ingenio creativo, Kursaal, Guggenheim y demás parques de atracciones culturales. De Eibar y su paciente artesanía finisecular han surgido damasquineros reputados, como toda la saga de los Zuloaga, desde Eusebio, Arcabucero Real, hasta el tristemente celebérrimo Ignacio. O el tallista Elguezua. Han mandado, pues, el rudimento, la paciencia, el orientalismo decorativo, el arabesco mudéjar. Y de este rigor nacen las tendencias, los jápening. Fue confundador de “Gorutz” en 1968, junto con Beorlegui, Iñaki Larrañaga, que sólo trabaja obra perecedera, arte-klinex. Sirva de ejemplo que en otra de las salas de Eibar, “Portalea”, iban a revocar el interior e Iñaki solicitó (y se los concedieron) los vastos y blancos muros del local vacío para trazar allí sus rasgos gestuales y sugerencias rupestres. Aquello sí que fue una orgía dadá, con invitados a la inauguración adoptando gestos introspectivos, o torsionando el cuello para no pasar por catetos. Algunos incluso se atrevían a adjetivar la caligrafía críptica de Larrañaga. Al cabo de un mes llegaron los de la brocha gorda y sepultaron sus caprichos para siempre. Estaba también en la inauguración de “Topaleku”, Larrañaga, con sus barbas de mullah. Incluso el catering colaboró. No pasaron del bar-restaurante contiguo a la sala hasta el final. Beorlegui me señalaba a los presentes. “Ves? Si saco el vino y los pinchos antes, se me ponen de espaldas a los cuadros”. Un verso en vasco define a la “Kultur” Arrate: “Hau da kultura / eguneroko ohitura / bihurtu gura” (“Esto es la cultura: la costumbre cotidiana/ convertida en ansia”). Fin.

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